Queridos hermanos y hermanas:
En la procesión del Domingo de Ramos nos unimos a la muchedumbre de discípulos que, con alegría festiva, acompañan al Señor en su entrada en Jerusalén.
Como ellos, alabamos al Señor alzando la voz por todos los prodigios que hemos visto.
Sí, también nosotros hemos visto y seguimos viendo los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de la propia vida para ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da valor a hombres y mujeres para oponerse a la violencia y a la mentira y dejar espacio en el mundo a la verdad; cómo, en lo secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad.
La procesión es ante todo un gozoso testimonio que ofrecemos de Jesucristo, por quien se nos ha hecho visible el Rostro de Dios, y por quien el corazón de Dios se abre a todos nosotros.
En el Evangelio de Lucas, la narración del inicio del cortejo en los alrededores de Jerusalén está compuesta siguiendo, en algunos momentos literalmente, el modelo del rito de coronación con el que, según el Primer Libro de los Reyes, Salomón fue declarado heredero de la realeza de David (Cf. 1 Reyes 1, 33-35).
En la procesión del Domingo de Ramos nos unimos a la muchedumbre de discípulos que, con alegría festiva, acompañan al Señor en su entrada en Jerusalén.
Como ellos, alabamos al Señor alzando la voz por todos los prodigios que hemos visto.
Sí, también nosotros hemos visto y seguimos viendo los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de la propia vida para ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da valor a hombres y mujeres para oponerse a la violencia y a la mentira y dejar espacio en el mundo a la verdad; cómo, en lo secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad.
La procesión es ante todo un gozoso testimonio que ofrecemos de Jesucristo, por quien se nos ha hecho visible el Rostro de Dios, y por quien el corazón de Dios se abre a todos nosotros.
En el Evangelio de Lucas, la narración del inicio del cortejo en los alrededores de Jerusalén está compuesta siguiendo, en algunos momentos literalmente, el modelo del rito de coronación con el que, según el Primer Libro de los Reyes, Salomón fue declarado heredero de la realeza de David (Cf. 1 Reyes 1, 33-35).
De este modo, la procesión de las Palmas es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey de la paz y de la justicia.
Reconocerle como Rey significa aceptarle como quien nos indica el camino, Aquél de quien nos fiamos y a quien seguimos.
Significa aceptar día tras día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en Él la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a Él porque su autoridad es la autoridad de la verdad.
Ante todo, la procesión de las Palmas es, como lo fue en aquella ocasión para los discípulos, una manifestación de alegría, porque podemos conocer a Jesús, porque Él nos permite ser sus amigos y porque nos ha dado la clave de la vida.
Esta alegría, que se encuentra en el origen, es también expresión de nuestro «sí» a Jesús y de nuestra disponibilidad a caminar con Él allí donde nos lleve.
La exhortación del inicio de nuestra liturgia interpreta justamente el sentido de la procesión, que es también una representación simbólica de lo que llamamos «seguimiento de Cristo»: «Pidamos la gracia de seguirle», hemos dicho.
La expresión «seguimiento de Cristo» es una descripción de toda la existencia cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en concreto «seguir a Cristo»?
Al inicio, en los primeros siglos, el sentido era muy sencillo e inmediato: significa que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios, toda su vida para ir con Jesús.
Significaba emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental de esta profesión consistía en ir con el maestro, confiar totalmente en su guía. De este modo, el seguimiento era algo exterior y al mismo tiempo muy interior.
El aspecto exterior consistía en caminar tras Jesús en sus peregrinaciones por Palestina; el interior, en la nueva orientación de la existencia, que ya no tenía sus mismos puntos de referencia en los negocios, en la profesión, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente en la voluntad de Otro.
Ponerse a su disposición se había convertido en la razón de su vida. La renuncia que esto implicaba, el nivel de desapego, lo podemos reconocer de manera sumamente clara en algunas escenas de los Evangelios.
Así queda claro lo que significa para nosotros el seguimiento y su verdadera esencia: se trata de un cambio interior de la existencia.
Exige que ya no me cierre en mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida. Exige entregarme libremente al Otro por la verdad, por el amor, por Dios, que en Jesucristo, me precede y me muestra el camino.
Se trata de la decisión fundamental de dejar de considerar la utilidad, la ganancia, la carrera y el éxito como el objetivo último de mi vida, para reconocer sin embargo como criterios auténticos la verdad y el amor.
Se trata de optar entre vivir sólo para mí o entregarme a lo más grande. Hay que tener en cuenta que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en una Persona.
Al seguirle a Él, me pongo al servicio de la verdad y del amor. Al perderme, vuelvo a encontrarme.
Volvamos a la liturgia y a la procesión de las Palmas. En ella, la liturgia prevé el canto del Salmo 24 [23], que también en Israel era un canto de procesión, utilizado para subir al monte del templo.
El Salmo interpreta la subida interior de la que era imagen la subida exterior y nos explica lo que significa subir con Cristo. «¿Quién subirá al monte del Señor?», pregunta el Salmo, y presenta dos condiciones esenciales.
Quienes suben y quieren llegar verdaderamente hasta arriba, hasta la verdadera altura, tienen que ser personas que se preguntan por Dios. Personas que escrutan a su alrededor para buscar a Dios, para buscar su Rostro.
Queridos jóvenes amigos, qué importante es precisamente esto hoy: no hay que dejarse llevar de un lado para otro en la vida; no hay que contentarse con lo que todos piensan, dicen y hacen. Hay que escrutar y buscar a Dios.
No hay que dejar que la pregunta por Dios se disuelva en nuestras almas, el deseo de lo más grande, el deseo de conocerle a Él, su Rostro…
Esta es la otra condición sumamente concreta para la subida: puede llegar al lugar santo quien tiene «manos limpias y puro corazón».
Manos limpias son aquellas que no cometen actos de violencia. Reconocerle como Rey significa aceptarle como quien nos indica el camino, Aquél de quien nos fiamos y a quien seguimos.
Significa aceptar día tras día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en Él la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a Él porque su autoridad es la autoridad de la verdad.
Ante todo, la procesión de las Palmas es, como lo fue en aquella ocasión para los discípulos, una manifestación de alegría, porque podemos conocer a Jesús, porque Él nos permite ser sus amigos y porque nos ha dado la clave de la vida.
Esta alegría, que se encuentra en el origen, es también expresión de nuestro «sí» a Jesús y de nuestra disponibilidad a caminar con Él allí donde nos lleve.
La exhortación del inicio de nuestra liturgia interpreta justamente el sentido de la procesión, que es también una representación simbólica de lo que llamamos «seguimiento de Cristo»: «Pidamos la gracia de seguirle», hemos dicho.
La expresión «seguimiento de Cristo» es una descripción de toda la existencia cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en concreto «seguir a Cristo»?
Al inicio, en los primeros siglos, el sentido era muy sencillo e inmediato: significa que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios, toda su vida para ir con Jesús.
Significaba emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental de esta profesión consistía en ir con el maestro, confiar totalmente en su guía. De este modo, el seguimiento era algo exterior y al mismo tiempo muy interior.
El aspecto exterior consistía en caminar tras Jesús en sus peregrinaciones por Palestina; el interior, en la nueva orientación de la existencia, que ya no tenía sus mismos puntos de referencia en los negocios, en la profesión, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente en la voluntad de Otro.
Ponerse a su disposición se había convertido en la razón de su vida. La renuncia que esto implicaba, el nivel de desapego, lo podemos reconocer de manera sumamente clara en algunas escenas de los Evangelios.
Así queda claro lo que significa para nosotros el seguimiento y su verdadera esencia: se trata de un cambio interior de la existencia.
Exige que ya no me cierre en mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida. Exige entregarme libremente al Otro por la verdad, por el amor, por Dios, que en Jesucristo, me precede y me muestra el camino.
Se trata de la decisión fundamental de dejar de considerar la utilidad, la ganancia, la carrera y el éxito como el objetivo último de mi vida, para reconocer sin embargo como criterios auténticos la verdad y el amor.
Se trata de optar entre vivir sólo para mí o entregarme a lo más grande. Hay que tener en cuenta que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en una Persona.
Al seguirle a Él, me pongo al servicio de la verdad y del amor. Al perderme, vuelvo a encontrarme.
Volvamos a la liturgia y a la procesión de las Palmas. En ella, la liturgia prevé el canto del Salmo 24 [23], que también en Israel era un canto de procesión, utilizado para subir al monte del templo.
El Salmo interpreta la subida interior de la que era imagen la subida exterior y nos explica lo que significa subir con Cristo. «¿Quién subirá al monte del Señor?», pregunta el Salmo, y presenta dos condiciones esenciales.
Quienes suben y quieren llegar verdaderamente hasta arriba, hasta la verdadera altura, tienen que ser personas que se preguntan por Dios. Personas que escrutan a su alrededor para buscar a Dios, para buscar su Rostro.
Queridos jóvenes amigos, qué importante es precisamente esto hoy: no hay que dejarse llevar de un lado para otro en la vida; no hay que contentarse con lo que todos piensan, dicen y hacen. Hay que escrutar y buscar a Dios.
No hay que dejar que la pregunta por Dios se disuelva en nuestras almas, el deseo de lo más grande, el deseo de conocerle a Él, su Rostro…
Esta es la otra condición sumamente concreta para la subida: puede llegar al lugar santo quien tiene «manos limpias y puro corazón».
Son manos que no se han ensuciado con la corrupción, con los sobornos.
Corazón puro, ¿cuándo es puro el corazón? Es puro un corazón que no finge y no se mancha con la mentira y la hipocresía. Un corazón que es transparente como el agua de un manantial, porque en él no hay doblez. Es puro un corazón que no se extravía con la ebriedad del placer; un corazón cuyo amor es auténtico y no una simple pasión del momento. Manos limpias y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y experimentamos las purificaciones que nos llevan verdaderamente a esa altura a la que el hombre está destinado: la amistad con el mismo Dios.
El Salmo 24 [23], que habla de la subida, concluye con una liturgia de entrada ante la puerta del templo: «Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria».
En la antigua liturgia del Domingo de Ramos el sacerdote, al llegar ante la iglesia, tocaba fuertemente con la cruz de la procesión contra el portón, que todavía estaba cerrado y que en ese momento se abría.
Era una bella imagen del misterio del mismo Jesucristo que, con la madera de su cruz, con la fuerza de su amor, tocó desde el lado del mundo a la puerta de Dios; del lado de un mundo que no lograba acceder a Dios. Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta entre Dios y los hombres.
Ahora está abierta. Pero el Señor también toca desde el otro lado con su cruz: toca a las puertas del mundo, a las puertas de nuestros corazones, que con tanta frecuencia y en tan elevado número están cerradas para Dios.
Y nos habla más o menos de este modo: si las pruebas que Dios en la creación te da de su existencia no lograr abrirte a Él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan indiferente, entonces, mírame a mí, que soy tu Señor y tu Dios.
Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro corazón. Que el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta del mundo, para que Él, el Dios viviente, pueda venir en su Hijo a nuestro tiempo, llegar a nuestra vida. Amén.
Autor: BenedictoXVI
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