Hablemos de un pasaje bastante conmovedor y tantas veces acuñado en el arte: la resurrección de Lázaro. A lo largo de la cuaresma nos hemos preparado de una u otra manera para acompañar a Jesús en los momentos más difíciles de su misión: redimirnos, muriendo por amor a nosotros en una cruz.
Este es un relato que nos deja boquiabiertos por la fe de Marta, capaz de mover el corazón del mismo Dios. Ella está segura de que lo que Jesús pida a Dios, se lo concederá. No vacila en sus palabras. Y a la par, el llanto de María y de los judíos que le acompañaban, hacen que las lágrimas de Jesús recorran lentamente sus santas mejillas.
En Marta se encuentra un modelo de una fe ciega, sencilla, sin complicaciones. En María, se palpa el desánimo, la falta de fe y confianza en Dios. “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. ¿Acaso no caía en la cuenta de quién era el hombre que tenía delante? Los sentimientos la cegaron por un momento. Cabría preguntarnos: ¿no nos ocurre esto a menudo frente a nuestras dificultades cotidianas?
¡Cuántas veces no nos dejamos llevar por los estados de ánimo en momentos difíciles y duros de la vida! ¿Quién no se duele frente a la muerte de un ser querido! A todo ser humano ordinario, le duele la muerte de alguien a quien quiere y estima. Y Juan nos cuenta que a Jesús también le costó, es normal. Pero, ¿cuál fue su actitud?
Jesús no destrozó su corazón con una tristeza amarga y prolongada, no pensó que era un castigo o prueba de su Padre, al contrario, su primera reacción, fue elevar lo ojos al cielo y lanzar una plegaria de gratitud a su Padre y pedirle que se manifestase para que los presentes creyeran que Él era el Mesías.
Es necesario aprender la lección que la Iglesia nos ofrece en esta recta final de la Cuaresma. Creer en Dios, confiar en su gracia y que esto se manifieste en nuestro amor y estima por los demás. Nadie da lo que no tiene. Si queremos superar esos trances duros de la vida, hay que llenarnos de Dios, poner los cimientos duraderos en nuestra casa para que los vientos no la tumben en la dificultad. Y el mejor medio es la oración personal y la Eucaristía.
Este es un relato que nos deja boquiabiertos por la fe de Marta, capaz de mover el corazón del mismo Dios. Ella está segura de que lo que Jesús pida a Dios, se lo concederá. No vacila en sus palabras. Y a la par, el llanto de María y de los judíos que le acompañaban, hacen que las lágrimas de Jesús recorran lentamente sus santas mejillas.
En Marta se encuentra un modelo de una fe ciega, sencilla, sin complicaciones. En María, se palpa el desánimo, la falta de fe y confianza en Dios. “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. ¿Acaso no caía en la cuenta de quién era el hombre que tenía delante? Los sentimientos la cegaron por un momento. Cabría preguntarnos: ¿no nos ocurre esto a menudo frente a nuestras dificultades cotidianas?
¡Cuántas veces no nos dejamos llevar por los estados de ánimo en momentos difíciles y duros de la vida! ¿Quién no se duele frente a la muerte de un ser querido! A todo ser humano ordinario, le duele la muerte de alguien a quien quiere y estima. Y Juan nos cuenta que a Jesús también le costó, es normal. Pero, ¿cuál fue su actitud?
Jesús no destrozó su corazón con una tristeza amarga y prolongada, no pensó que era un castigo o prueba de su Padre, al contrario, su primera reacción, fue elevar lo ojos al cielo y lanzar una plegaria de gratitud a su Padre y pedirle que se manifestase para que los presentes creyeran que Él era el Mesías.
Es necesario aprender la lección que la Iglesia nos ofrece en esta recta final de la Cuaresma. Creer en Dios, confiar en su gracia y que esto se manifieste en nuestro amor y estima por los demás. Nadie da lo que no tiene. Si queremos superar esos trances duros de la vida, hay que llenarnos de Dios, poner los cimientos duraderos en nuestra casa para que los vientos no la tumben en la dificultad. Y el mejor medio es la oración personal y la Eucaristía.
Autor: Roberto Vera Oriol L. C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario