Existe una estrecha comparación entre la primera Eucaristía, celebrada por Cristo en la Última Cena y perpetuada a lo largo de los siglos en sus sacerdotes, y nuestra propia vida.
Las palabras pronunciadas por el sacerdote en la consagración, hacen que el pan y el vino, por la acción del Espíritu Santo, se transformen en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, actualizando así su Muerte y Resurrección.
Del mismo modo, en virtud del sacerdocio común del que participamos por nuestro bautismo, podemos hacer que ese “pan“ y ese “vino“ de nuestras pequeñas alegrías y sinsabores de la vida diaria, al ofrecerlos unidos al sacrificio de Cristo, adquieran un valor de redención y de vida eterna.
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